Cómo se contempla una hoguera
No sabías cómo mirarme.
Te descubriste lentamente, como quien no quiere ser vista del todo,
pero no me quitabas los ojos de encima,
esperando, tal vez, que mi rostro dijera lo que tus inseguridades temían escuchar.
Pero no sabías lo que yo ya sentía por dentro.
Mi deseo no se arrastraba con pereza, no se encendía a medias.
Estaba ardiendo.
Desde antes de que bajaras el tirante, desde antes de que ese último pedazo de tela cayera al suelo.
Y entonces te vi.
Toda tú.
Tus caderas…
La manera en que se abrían ante la mirada,
como una promesa indecente, como una invitación antigua,
como un altar de fuego donde todo hombre quisiera perderse.
Y esas piernas tuyas, firmes, largas, llenas de historia y de fuerza,
como columnas vivas que sostenían no sólo tu cuerpo,
sino el peso del deseo que me lanzaste con solo estar de pie frente a mí.
Tu vientre, tus pechos, tu piel,
todo era hermoso, sí.
Pero fueron tus caderas las que me clavaron al suelo.
Y tus piernas, las que me arrancaron el aliento.
No quise tocarte de inmediato.
Te miré como se contempla una hoguera:
de lejos, sabiendo que si me acercaba demasiado, no habría retorno.
Te deseé con la impaciencia de un hombre hambriento
y con la devoción de quien ha encontrado lo sagrado.
No quise decir “qué bonita estás”,
porque eso se le dice a una flor.
Tú no eras flor.
Eras fuego.
Eras carne viva.
Eras deseo encarnado.
Y eso era lo que más me excitaba:
esa manera de sostener el mundo con la curva de tus caderas,
de abrir caminos con cada paso de tus piernas desnudas,
de mirar sin miedo mientras sabías que yo ya estaba perdido en ti.
Quise decirte:
"Tu andar me enloquece."
"Quiero besar cada centímetro de esas piernas que parecen esculpidas para el pecado."
"Quiero que mis manos recorran la curva de tus caderas como un mapa sagrado."
Pero no dije nada.
Solo te miré, con la boca entreabierta,
con la respiración como tambor,
con la erección como aplauso.
Y tú lo supiste.
Te vi desnuda por primera vez y me enamoré de todas las veces futuras que vendrían.
Porque ese cuerpo tuyo —con esas caderas que me embrujaron y esas piernas que me conquistaron—
es el que más me ha hecho temblar,
el que más me ha encendido,
el que más deseo seguir besando, tocando, adorando
Comentarios