Antes de que nos olviden

 No alcancé a volver a casa, mamá.

El suéter que me tejiste quedó tirado entre los gritos, y mi libreta —la de espiral azul— aún tiene escrito el sueño de convertirme en historiador.

No abracé a papá esa mañana, pensé que habría tiempo.

No me despedí de mis amigos de la prepa, ni devolví el libro de poesía a Jacob ni a Claudia.

El mundo se rompió de golpe cuando las luces se apagaron y el estruendo de las botas no traía auxilio, sino plomo.

No veré mi título colgado en la pared, no veré las ofrendas en las islas por el Día de Muertos, no caminaré por la facultad de Filos con mis hijos tomándome de la mano.

El futuro me fue arrebatado entre ráfagas.

Fui un número de cuenta más en un pase de lista que el gobierno nunca hizo,

una voz que creyó en la palabra

y encontró la censura escrita en sangre.


No caí por error,

caí por pensar,

por alzar la voz,

por creer que México podía ser mejor.

Mi cuerpo no volvió,

pero aún hay huellas de mi paso en Tlatelolco,

y una rabia suave, como de ceniza húmeda, que arde sin llama pero no se apaga.

Perdónenme por no regresar,

pero no fui yo quien rompió el pacto.

Fueron ellos, los que mandaron al ejército contra libros,

los que disfrazaron masacre de silencio,

los que temieron a la juventud porque aún soñaba.

Y aunque el gobierno sepultó mi nombre en el polvo,

y para algunos seré apenas un número más,

pero en la memoria de los que vienen

mi nombre resonará

como un eco que exige justicia

y no olvida.

Levantando el puño a nombre de los que fuimos ese día a Tlatelolco

y al otro día nos bautizaron con el nombre de “Olvido”.


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